Alejandro de Avila Bloomberg
Flores del desarraigo
Emi creció en San Felipe, el pueblo al pie de la montaña que le surte agua a esta ciudad. De los bosques que cubren la sierra baja el viento que barre y refresca los muros y el asfalto. Siendo una niña, ella salía a andar por las laderas, donde aprendió a reconocer a los primeros pobladores del valle: las aves, los insectos y muchas plantas. En casa, su madre siempre ha cultivado un gran jardín, con huajes, cacalosúchiles y otras especies nativas. Pelirroja de ojos claros como es Emi, me hago una imagen de ella requemada por el sol, con las manos habituadas al contacto con la tierra y la imaginación sembrada en los cerros verdes donde terminan las calles de Oaxaca.
No me sorprende que esa niña se hiciera artista al crecer. Recuerdo la impresión que me causó una encáustica en negro y hoja de oro, la primera obra que le conocí. En nuestro ámbito lleno de pintores, su arte me pareció original y profundo, fresco como un soplo de aire puro que bajara de cordilleras más altas. Al radicar aquí, seguí admirando sus trabajos durante varios años, hasta que un día supe que se marchaba con su familia a Estados Unidos. ¿Qué va a hacer Emi en el norte?, me pregunté. Intuí que sería un cambio difícil para alguien con su sensibilidad.
Ella misma me lo confirmó recientemente: mudarse a un suburbio la conflictuó. La armonía de su vida se rompió. No se hallaba, como decían los abuelos oaxaqueños. Al borde del quiebre, cultivar un pedazo de tierra fue su asidero. Consiguió semillas de flores silvestres y se puso a sembrarlas. Crecieron como se deben haber dado siglos atrás en las tierras salvajes de Norteamérica. Sin un orden preconcebido, sin una preferencia por tal o cual. Por gracia del suelo y el sol, y el agua que ella les prodigaba.
Trabajando a ratos con la pala, a ratos con la manguera y el rodillo, pintó lienzos sueltos sobre el piso. Trazó, arrastró y rayó colores con la misma soltura. Tenemos ante nuestros ojos el resultado. Cuelgan sobre las paredes esas telas, por fin tensadas. Entrevemos lo que ella describe ahora: embarraba pintura y luego hacía a un lado lo hecho, para retomarlo meses después con un gesto nuevo. Con esa frescura interior.
Pintó también las flores que cultivó. Nos dice con humildad que los tejedores en Guadalajara mejoraron con sus lanas lo que ella había plasmado sobre el lino en su pequeño jardín. Ellos se asombraron de que ese jardín fuera real. A ella le maravilló cómo ellos trasladaron al telar las líneas, las sombras y los matices cromáticos. En los tapetes de Teotitlán podemos apreciar la misma técnica, salvo que en el gobelino la trama adquiere relieve, al combinar dos o tres hebras con tonos distintos. De ahí la sutileza.
Leo en la crisis que sufrió Emi una viñeta de nuestro drama colectivo. Los bosques se incendian por todo el planeta mientras los arrecifes se blanquean en el fondo del océano, pero el auto y el centro comercial se empeñan en imponer su dictadura. El destino nos alcanza. Quiero ver en la reacción de una mujer preclara un rayo de esperanza. Si como sociedad global somos capaces de volver a acariciar la tierra con las manos y el corazón, tal vez podamos revertir la debacle que nosotros mismos hemos ocasionado. Tal vez.
Recorrer esta exposición me deja grabado en la retina un amarillo intenso y un anaranjado en fuga. Sin saber lo que iba a contemplar, sin haber visto siquiera una foto, atiné a regalarle a Emi unas rosas amarillas, anaranjados los pétalos por el envés, cuando ella llegó a Oaxaca. “¡Qué color!,” exclamó ella. Comparto la anécdota sin jactancia. La dejo asentada en prueba de la sincronicidad que juega en nuestro momento de vida, cuando una gran artista regresa a la ciudad donde creció para mostrar lo que ha sentido a raíz de su partida.
Alejandro de Ávila
Jardín Etnobotánico y Museo Textil de Oaxaca